Discurso del Rector
Ilustrísima Sra. Vicerrectora de Centros y Departamentos de la Universidad Complutense
Ilmo. Sr. Director del Real Centro Universitario María Cristina
Ilustrísimas autoridades académicas
Ilustrísimas Autoridades Civiles, muy querida Sra. Alcaldesa
Señoras y Señores Profesores
Personal de Administración y Servicios
Alumnas y Alumnos
Permítanme un saludo especial a los alumnos mejicanos que durante algunas semanas completarán estudios en nuestra Escuela de Quiropráctica
Señoras y Señores
Bienvenidos a este acto y a esta su casa
Poetas y filósofos han proclamado desde antiguo que el tiempo pasa de manera irreversible. Nunca podremos bañarnos dos veces en las aguas de un mismo río. Ni las aguas serían las mismas, ni nosotros tampoco. Y si esto fue verdad en toda época, lo es todavía más en nuestros días, en los que nuevas y revolucionarias descubrimientos se suceden a velocidad de crucero.
Nuestra época
Si algo caracteriza la época en que nos toca vivir es la importancia que en ella está adquiriendo todo lo relacionado con la información y la comunicación. Vivimos en una sociedad en la que constantemente se generan informaciones. Unas veces voluntaria y conscientemente, al utilizar herramientas como los teléfonos, las táblets y los ordenadores. Otras, de manera involuntaria, como cuando nos vemos obligados a utilizar dispositivos informáticos para llevar a cabo tareas imprescindibles para la vida social: sacar dinero de un cajero, comprar billetes de transporte, acordar consultas médicas, adquirir medicinas, pagar impuestos, usar autopistas, aparcar, sacar un billete de avión, o simplemente vivir. Pues bien, de cada uno de estos usos, voluntarios o involuntarios, queda siempre huella, no sólo en las máquinas en que son generados, sino en soportes de memoria externos, tan gigantescos, como anónimos e incontrolables.
Esta situación suscita preguntas tan inquietantes como las siguientes: ¿Dónde quedan almacenadas las informaciones que de manera masiva producimos a diario? ¿Quién tiene acceso a ellas? ¿Con qué fines son utilizadas?
Responder a este tipo de preguntas no es nada fácil. Sobre todo si uno no es tan optimista como Rouseau, en relación con la natural bondad de la naturaleza humana. O si conoce lo que la historia nos enseña sobre el modo en que el hombre ha utilizado sus conocimientos. Y es que todo descubrimiento que el hombre ha hecho, desde la rueda, al bronce o la energía nuclear, ha sido utilizado como arma e instrumento de dominio sobre los demás.
Por consiguiente, parece realista pensar que quienes controlen las técnicas de la información y de la comunicación acabarán por constituirse en clase dominante, al tener el monopolio del conocimiento, la más valiosa de las materias primas de que el hombre dispone.
Otra preocupante característica de nuestros días es la progresiva ausencia de referentes morales para la conducta humana. Hubo épocas en las que determinar si una cosa era buena o mala dependía de normas externas al hombre y por encima de él (libros sagrados, un decálogo de mandamientos como el de Moisés, una razón cósmica de la que todos los hombres participan, la misma naturaleza humana, una ley natural accesible a todos los hombres de manera innata, etc.).
Todavía Kant proclamó su reverente admiración por el cielo estrellado sobre nosotros y por la presencia de la ley moral en nuestros corazones. Pero, desde que conocemos en qué consiste la efímera y agitada vida de una estrella, han dejado de escucharse los ecos de lo eterno en el corazón humano, y son cada vez menos los que comparten las reverencias kantianas. Y, a partir de un determinado momento, todas las referencias absolutas fueron abolidas. El hombre se proclamó autónomo y se arrogó el derecho de establecer las normas de su conducta. Lo bueno y lo malo, siempre relativo, dependería solamente de las decisiones que, a la vista de las circunstancias, puedan tomarse en cada momento.
¿Existen líneas rojas en la educación?
En mi entender, existen algunos principios que siempre deberían ser respetados por todos los programas educativos, sea cual sea la opción ideológica de que se parta.
Educar, no puede consistir sólo en trasmitir conocimientos y habilidades. No ignoro que muchos defienden que la principal tarea de la educación es facilitar la integración rápida y exitosa de cada individuo en el entramado económico de las sociedades. Esta postura, de sello marcadamente mercantil, defiende en consecuencia que la educación debería limitarse a transmitir informaciones de manera neutra.
Mi opinión personal, sin embargo, es que la educación no puede limitarse a transmitir informaciones. Y es que conocer no es sólo disponer de informaciones dispersas, sino también, y sobre todo, ser capaz de manejarlas críticamente, dotarlas de significado e integrarlas en una visión unitaria y coherente de las cosas.
Educación y antropología
Ya en un escrito redactado hace ya más de 50 años, defendí que el último y esencial condicionante de la educación es la idea que nos hagamos del hombre.
Hay quienes como Rostand, Premio Nobel de Biología hace pocos lustros, ubican al hombre al mismo nivel que los animales, insistiendo en que las diferencias genéticas que separan al hombre de los grandes simios son pequeñísimas. Oigamos sus propias palabras:
“El hombre nació sin razón y sin objeto, como nacieron todos los seres, no importa cómo, no importa cuándo, no importa dónde”. «¿De dónde viene el hombre? De un extraño linaje de bestias ya desaparecidas y que contaba con jaleas marinas, gusanos reptantes, peces viscosos y mamíferos velludos». «El pensamiento humano…no tiene en el cosmos inerte mayor importancia que el canto de las ranas o el rumor del viento».
En el otro extremo, y basándose en el imparable desarrollo de máquinas y robots, son cada vez más los que piensan que, en el fondo, el hombre se reduce a electrónica y mecánica. Me estoy refiriendo a movimientos como el Transhumanismo y el Extropianismo, modernas versiones de las ideas nietzscheanas sobre el superhombre. El transhumanismo, por ejemplo, preconiza crear una nueva raza humana ayudándose de la selección genética y de las tecnologías más punteras. Una raza cuyos componentes serían mitad seres vivos y mitad máquinas (cyborgs en su jerga terminológica) y que no estaría sometida a las limitaciones corporales y mentales del hombre actual. La meta de este proceso de transformación, en palabras de sus más conspicuos defensores (Global Future 2045), sería conseguir que “una evolución inteligente autodirigida guíe la metamorfosis de la humanidad hacia una metainteligencia planetaria inmortal” (¡).
Reflexión final
No va a ser tarea fácil ponerse de acuerdo en nuestros días en cómo educar a los niños y jóvenes. Ahora bien, es posible que todo cambiase si los principios morales y antropológicos de los que solemos partir en nuestros debates fuesen distintos y ampliamente compartidos.
Cambiar nuestras valoraciones y puntos de partida para enfrentarnos a la tarea de vivir, podría incluso hacernos más felices. Para ello, deberíamos convencernos de que todas las puertas que conducen a una verdadera y auténtica felicidad se abren hacia dentro. Estamos a la intemperie, inmersos en unos Cibermedia omnipresentes que reclaman toda nuestra atención y que facilitan el sometimiento pasivo a riadas y riadas de impresiones sensoriales dispersas, fabricadas por empresas que no albergan la menor intención de formar la mente humana, sino el propósito de conquistar audiencias.
Ahora bien, ni la solidaridad, ni la justicia, ni la valoración justa de las cosas, ni el respeto de las personas, se consigue sólo estando bien informados o mediante una buena conexión a Internet.
La pasividad y la ausencia de sentido crítico y conciencia moral en sectores cada vez más amplios de la población podría conducir rápidamente a un nuevo colonialismo, el del conocimiento, el más grave de todos los colonialismos que la humanidad ha padecido hasta la fecha. Es evidente que si esto se produjese alguna vez, se habría firmado la sentencia de muerte de los poetas, los heterodoxos y los soñadores. Y, desde luego, de los filósofos.
Sin embargo, es posible que todo cambiase, si se viese en el hombre un reflejo, todo lo pálido y lejano que se quiera, de un Absoluto. O si la historia del mundo fuese considerada como la laboriosa y progresiva realización de un proyecto de amor. O si se admitiese la existencia de un Alguien. que sea la ruta intemporal de todo orden y el amor final que todo lo abarca.
Quiero finalizar con una metáfora. Y es que, del mismo modo que aplicando al oído una caracola marina se escucha, ronco y sin pausa, el sonido del mar donde nació, también resuena en el corazón humano, a poco que se le escuche en silencio, el suave y constante eco de su origen divino. Gracias por su atención.
M. Arranz Rodrigo